jueves, 22 de abril de 2010

"Al abrir el bolso de mano...

...para buscar sus cremas, el pijama de seda azul que su hermana Beatriz le compró en la India y en cuyo interior tan a gusto se sentía, las pantuflas y el frasco de somníferos, cayó a sus pies la revista (¡habría podido jurar que la tenía guardada en la maleta negra!) para nuevamente perturbarla y hacerle difícil ya el reposo.
(Sergio Pitol)

...Como tantos de sus fetiches, aquel ejemplar ajado de una publicación inglesa, nunca leído, no tenía aparentemente ningún significado. Sólo para ella guardaba el poder de evocar una mañana de mayo, cerca de la plaza del Ayuntamiento, su mirada perturbadora, su cercanía nunca casual. Hacía más de una semana que no lo veía, y una mano temblorosa hubo de encontrar el monedero como única manera de evitar dirigirle la palabra por primera vez. Sólo cuando se alejaba pudo reparar en lo que había comprado o en dos euros de menos.
A diferencia de la servilleta de la cafetería del Rialto, el tique de la carnicería o la bolsita de arena de playa, la revista nunca había suscitado ningún comentario por parte de su hermana. Quizá ahora, en tan deplorable estado, podría levantar alguna sospecha, por lo que la decisión de comprar una nueva ganaba peso en sus planes cotidianos: el fetiche podía ser substituido con tal de que conservara su sentido, o, al menos, eso era lo que a ella le gustaba pensar. La única condición no parecía demasiado exigente: casi siempre aparecía alguna mujer hermosa entre las primeras páginas.
"Su mirada tibia invitaba al ensueño", escribiría él: porque ella no quería sucumbir a la vulgaridad de ver su imagen repetida hasta la saciedad en cualquier parte, y tampoco él dejaría que tal cosa sucediera. Ambos habían elegido que ella fuera el personaje principal de una gran novela voluminosa y de éxito. Varios cuadernos de notas debían ya de contener la esencia de la historia y docenas de anécdotas, instantes, casualidades, posibilidades truncadas. Cuando le comunicó a su hermana el proyecto que tenía entre manos, hubo de fingir indignación ante la incredulidad con que siempre la trataba. En cambio, ahora, mientras se quitaba el maquillaje ante el espejo, ensayaba una sonrisa irónica dedicada en exclusiva a ella. Y eran precisamente esos ensayos de superioridad los que le permitían olvidar por unos minutos la desazón provocada por el convencimiento de que muy pronto tendría que recibir a Andrés en casa.
Aquellos dos encuentros no fueron, evidentemente, los únicos. En tal caso podría haber aceptado los consejos de Beatriz y haber reducido su sueño a un par de casualidades. Sin embargo, treinta y siete coincidencias en un solo año le permitían dotar de realidad al proyecto e incluso, la habían llevado a elaborar unas cuantas sugerencias para los capítulos fundamentales, para encarar del mejor modo el siempre complicado problema de la adjetivación, o para que las descripciones farragosas se convirtieran en sutiles insinuaciones.
La primera de aquellas notas había sido tomada el día de su primer encuentro, en el Rialto, cuando ella acordó que una simple casualidad bien podía merecer el nombre de destino. Al abrir ahora la maleta negra tal celosamente guardada en la parte superior del armario pequeño, movió con delicadeza cada uno de los objetos y encontró sin dificultad pero con simulada parsimonia la vieja servilleta, se sentó en la cama y, alisándola contra el pijama, leyó: "No era la primera vez que sentía las caricias de la voluptuosidad". Cuando anunciaron la anulación de la proyección, ellos ya habían intercambiado algunas miradas desde la discreción del humo de sus cigarrillos: el anuncio ni siquiera la sorprendió y le permitió conocer el nombre de Andrés por boca del camarero. Él escribía, como había hecho en casi todos sus encuentros, en un modesto cuaderno cuadriculado. Sin duda, representaba su deseo de no llamar la atención, había pensado ella, y de no dejarse llevar por pretensiones que quedaban fuera del interés de un hombre de oficio.
Él no era un hombre de éxito, aunque no por ello abandonaba sus largas jornadas dedicadas a la caza de historias. Ella podía saber eso y algunas cosas más con sólo mirar sus gestos, con detenerse en su mano ágil correteando sobre el papel. Para él quizá resultara más sorprendente su primer encuentro: después de varios meses condenado a desechar todo aquello que escribía, por fin habría dado con una pista adecuada para desatascar una gran novela que hasta aquel día no prometía superar las diez páginas. "Se había consagrado desde aquel momento a la tibieza de su mirada".
Como contrapunto, "¿Has estado enferma? Tienes mala cara" fue lo único que pudo decir Beatriz para hacer aún más incómoda su última visita. ¿Pretendía que luciera como una jovencita una mujer de cincuenta y tres años a las doce de la mañana después de una noche en vela que los somníferos apenas convirtieron en una pesadilla deformada? Volvía una y otra vez sobre tan superfluo comentario seis días atrás, mientras trataba de ordenar la casa tal y como lo haría el día en que hubiera de venir Andrés. Porque no se trataba tan sólo de pensar qué podría ofrecerle tomar o de determinar una situación ventajosa de los sillones que le permitiera tocar su brazo ante cada una de sus ocurrencias: tampoco sus palabras podían dejarse al azar, sobre todo si consideraba que cualquier cosa podría servir de guía para ordenar los innumerables apuntes. Sería ella quien marcaría las pautas, pero de un modo tan elegante que no podría sospechar la más mínima intromisión, de tal manera que él pudiera sentirse plenamente orgulloso al ver su nombre en la cubierta de la primera edición.
En el momento del ensayo general, habían pasado tan sólo tres horas desde su trigésimo séptimo intercambio de miradas. Ella no había tenido un buen día y no estaba demasiado orgullosa de su aspecto. Quizá por eso recordó la antipatía de su hermana, y estuvo a punto de suspenderlo todo. Sintió, incluso, la mirada de su ex marido, así lo llamaba aunque no hubieran llegado a casarse tras cuatro meses de relación, clavada en la nuca, y su voz socarrona subida de tono recordándole que debería haberse puesto a dieta si quería lucir el ridículo vestido de las flores amarillas. Y a pesar de todo, Andrés había sabido acariciarla con la mirada desde el fondo del autobús, había sabido perdonarle su desaliño y romper con un día que corría el peligro de devolverla a la rutina de un año atrás, cuando cada salida debía ir precedida por un enorme esfuerzo de voluntad y dos copas de brandy.
Colocar todo tal y como estaba nunca le resultaba complicado, sentía que seguía una melodía ramplona y cada pequeño rincón de la maleta parecía haber estado siempre destinado a tal o cual pequeño objeto. Cuando volvió a pasar frente a la puerta del baño, se atrevió a mirarse en el espejo y se sintió atractiva, porque nunca podría decirse que era una mujer guapa. Los últimos ocho días sólo podrían ser difuminados cuando el libro estuviera terminado. Puede que entonces pasaran a un segundo plano tantas horas invertidas en agradar a quien tanto la necesitaba, en recorrer en momentos diferentes cada uno de los lugares que habían sido sus lugares comunes por unos instantes. Habrían sido también los días que él se habría dedicado a reescribir el primer capítulo de un modo casi definitivo. En él se encontrarían las claves de toda la obra y desde él habrían de surgir los hilos invisibles que sabrían despertar tantas emociones. Ella no sería una mujer excesivamente hermosa, pero sabría cautivar desde la primera página gracias a esa mirada tan hábilmente dibujada entre los silencios de la narración.
Aquella noche, decidió tomar dos somníferos más que de costumbre antes de meterse en la cama para imaginar la ridícula vida de su hermana y su cuñado después de treinta años de matrimonio. La radio anunciaba que las lluvias continuarían durante todo el fin de semana, pero para ella nada podía tener ya demasiada importancia..."
Enrique Ruiz, abril de 1996

miércoles, 21 de abril de 2010

Anoche recibí un mail de Raúl en el que no hacía ninguna referencia a mi visita a Alcalá: "Normalmente nos hablan de algunas personas por su incapacidad para acabar aquello que han decidido comenzar. Mi padre en eso era un auténtico maestro. Su problema surgía un poco antes, precisamente cuando había de pensar en el comienzo: era absolutamente incapaz de empezar cualquier cosa que él pudiera considerar mínimamente importante. Sin pretender que entiendas que esto es una mal velada confesión de su identidad, no quiero que pases por alto que la lectura de dos de los relatos de Enrique Ruiz me recordó esa curiosa virtud. Uno de ellos comienza exactamente igual que el primero de los cuentos de Vals de Mefisto de Sergio Pitol, el segundo arranca desde el primer párrafo de una de las crónicas de Cuadros de costumbres del siglo XXI de Alberto López. Ninguno de los dos parece tener mucho valor más allá de esta anécdota".
Ya eran casi las dos de la mañana cuando di con "Al abrir el bolso de mano", el relato pitoliano de Ruiz; sin embargo, no hay rastro del segundo de los cuentos mencionados por Raúl. Quizá se trate de un juego más: quizá decida escribir a Alberto: quizá decida hacer cualquier otra cosa...

lunes, 19 de abril de 2010

MARTA FONSECA


Algunos rayos de sol pretendían estropear mi jornada sombría. Una primavera que no quiere serlo se compadece bien con una imagen de Marta que yo mismo he creado: puntual, como siempre, para unas cañas en el Hidalgo y un café en El perro verde.

—Adivina.— Y sin mirarme a los ojos.
—¿Qué quieres que adivine esta vez?
—Déjalo.— Y limpia las gafas con la camiseta, de cualquier manera. —Ayer recibí un mail de Raúl. Creo que sabía que venías y me daba su dirección para ti. Calle Carmen Calzado, número 13. Tendrás que perdonarme pero no pude esperar y quise verlo anoche mismo.
—Nada, ¿no?
—Nada... Otra casa abandonada... Céntrica, pero abandonada... Quizá ni siquiera se haya instalado aquí.
—¿Por qué querías verlo? Pensaba que ibas a tomarte en serio aquello de reducir vuestra relación al intercambio de correos...
—Por la carpeta— añade, ¿avergonzada? —No, no la que te envió a ti, me refiero a la primera, de la que pensaba deshacerse. Sospecho que puede ser mucho más interesante que la segunda. ¿Sabes que Carlos publicó un par de cosas cuando era joven? Y no, no es un cuento más, podrás comprobarlo cuando quedemos esta noche. Esa historia de los recortes, de los rostros de desconocidos, parece tener relación con su manera de construir sus relatos.

Después de una hora con el mismo café, empecé a escuchar a una pareja junto a la barra: una historia de reproches en la que una tal Rosa parecía jugar su papel. Sólo volví a nuestra conversación para preguntar a Marta si Raúl le había contado algo más.

—Ya lo puedes imaginar... Por eso me preguntas, ¿verdad? Me daba bastantes detalles sobre tu idea de mudarte a Barcelona. ¿Quieres mi opinión?
—No te prives.
—Tienes que ser más realista.

Y lo peor de todo es que quizá estaba siendo demasiado realista. El juego lo comenzó Raúl para que mi función se redujera a no contar la verdad, lo cual es mucho más complicado de lo que aparentemente podía pensar un mentiroso como él. No sé si creía que podía acostarse con ella o si se trataba una vez más de su incapacidad para hablar con alguien de otra cosas que no fueran los demás. Lo primero que decidió contarle fue aquello de que yo era un escritor prolijo que no publicaba nada y destruía casi todos sus papeles. Después vinieron algunos detalles sin importancia: algunos viajes sólo proyectados, trabajos temporales... Después vino lo de mi divorcio ficticio tras mi ficticio matrimonio fracasado, algunas aventuras... De hecho, llevaba varios meses sin que Raúl me diera cuenta de mi vida inventada y, sin embargo, a Marta y a mí no parecía afectarnos. Él conseguía ocultarle mi excesivamente realista manera de entender el mundo y hacía que hablar con ella de cuando en cuando me pareciera mucho más interesante y tranquilizador.

ALCALÁ DE HENARES


Siempre que intentaba localizar a Raúl con la simplicidad de una llamada y con dos o tres preguntas directas, el maestro de la fugacidad decidía inventar alguna excusa, planear un viaje de última hora o facilitarme una dirección falsa, o una cita a la que no pensaba acudir. Como últimamente no tengo demasiadas ganas de que jueguen conmigo, decidí partir hacia Alcalá el sábado por la mañana, sin previo aviso y con dos horas de retraso según mis planes. Llegué demasiado tarde, como no podía ser de otra manera, volví a tener los problemas para aparcar de un mediodía lluvioso, y encontré cerradas las librerías en que pensaba comprar las lecturas del fin de semana. En realidad, la decepción fue doble: durante el viaje había recordado la última vez que estuve en Alcalá con Raúl, el día en que me descubrió la librería Cervantes de la calle Ramón y Cajal, un pequeño rincón con el encanto del desorden, y pasamos un par de horas delante de dos cafés hablando de libros e inventando casualidades, uno de aquellos encuentros que no eran otra cosa que largos monólogos durante los que yo me limitaba a actuar como un espectador más dócil que privilegiado. En aquella ocasión, Raúl, entre una maraña de referencias que suelo olvidar en pocas horas, me habló de un libro de Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight, o me habló de que no sé quién había sido quien le había hablado... Llegaría a Alcalá antes de las doce, no tendría problemas de aparcamiento, tomaría dos cafés en el Hemisferio mientras hojeaba unos cuantos pliegos de la carpeta de Enrique Ruiz que habría decidido incluir en mi equipaje. No leería, fingiría hacerlo pasando las páginas cada tres minutos y escucharía alguna conversación ajena. Pagaría con el dinero justo, como Raúl siempre e inexplicablemente hacía. Entraría en la librería Cervantes después de echar un vistazo a las novedades de Diógenes, simularía estar decidiéndome por un libro cualquiera mirando con detenimiento las contraportadas. Encontraría un solo ejemplar del libro de Nabokov con una nota en su interior. Bajo los soportales de la calle Mayor, extraería ceremoniosamente la nota: la dirección de Raúl, o una cita en un café y un "diviértete"... El retraso me había ahorrado la desilusión por la ausencia del mensaje privado y la estupidez de volver a colocar en casa un ejemplar de un libro que todavía no me he animado a leer. Esperar que Marta saliera del trabajo parecía mi mejor opción: sólo debía soportar que me recomendara una vez más que sea más realista.

viernes, 16 de abril de 2010

UNA NOTA

Hace un par de días recibí un paquete certificado desde Pontevedra, a pesar de que yo no soy de los que reciben prácticamente nada. Una carpeta y una nota de Raúl Quintana, a quien imaginaba ya instalado en Alcalá.

"Si hay algo que tengo que agradecer a mi padre no son más que tres alegrías y dos carpetas viejas. Las alegrías no vienen al caso; las carpetas, sí. En la primera de ellas, una vieja carpeta azul de gomas: una colección dispersa de recortes: muebles, sobre todo, y rostros desconocidos y opiniones de otros. En la segunda, tan aparentemente estúpida como la primera: una etiqueta a medio despegar con un nombre: Enrique Ruiz, en una letra que no es la de mi padre. Debajo del nombre: "papeles y notas", entre comillas, a modo de subrayado: y más de trescientas páginas escritas a mano, sobre esto y aquello.
Aún no sé, ni sé si quiero saber, quién es o quién fue el tal Enrique. En todo caso, y como ya sabes que la manía de las mudanzas sigue siendo mi menor virtud, prefiero que seas tú mismo quien decida qué hacer con la segunda carpeta mientras yo me encargo de deshacerme de la primera.
Diviértete.
Raúl".