lunes, 3 de mayo de 2010

"Soy un hombre de cierta edad... (primera parte)

...Ocupo las noches dejando vía libre a mis ganas de llorar y durante el resto del día aparento la torpe normalidad del recién llegado. Aunque hace ya más de un año que la herencia se hizo efectiva, no decidí instalarme en el piso de Valencia hasta la semana pasada, un miércoles con la suerte de las primeras moscas del año. Afortunadamente, los viejos recuerdos se limitaban a cuatro paseos inconexos por los mercados, de la mano de mi padre, con lo que el resto de la ciudad iba a ser capaz de transmitirme la palpable sensación de un desconocido.
Tras una breve aclimatación o una larga pérdida de tiempo, el viernes a primera hora compré un cuaderno cuadriculado en una papelería de la calle Sueca, volví a casa para hacer una lista incompleta de todo aquello que podría serme útil para una estancia indefinida, y cogí un autobús hasta la playa de la Malvarrosa. Creo que pasé tres horas sin ser capaz de escribir una sola palabra, repasé la lista: cafetera, cuatro bolígrafos, seis camisetas..., y volví a recorrer el mismo camino con la incomodidad de la arena en los zapatos y tras dos intentos infructuosos de hablar con Susana. Entre la multitud discreta, sólo un hombre joven supo llamar mi atención por la posibilidad de tener algo en común conmigo. Lo vi pasar desde la cabina y decidí, si tal cosa puede ser considerada una decisión, bajar en su misma parada mientras me entretenía en imaginarla dejando sonar el teléfono con la misma mirada perdida que me había dirigido la última vez que nos vimos. En realidad no había sido ella quien me había sugerido la idea de esta absurda experiencia literaria; sin embargo, desde el primer momento, pensé que nos acercaría de nuevo, que nos serviría de pretexto para poder dirigirnos a Miguel con algo más de naturalidad. De hecho, aún barajo la posibilidad de enviarle a Albacete las notas de este fin de semana: apenas diez páginas llenas más de imaginación que de emociones. Diez páginas delante del mismo café.
Todo comienza con el nombre de la calle donde Carles, llamaremos así a mi compañero de autobús, paró a tomar un café rápido y demostró una perfecta integración en el barrio: amabilidad de un camarero que no tiene que preguntarle qué tiene que tomar, un guiño a una pareja sentada en una mesa del fondo... Él tiene un parecido evidente con Miguel, pero la cafetería me parece poco novelesca. Escribo apoyado en la barra el principio del capítulo XXXVI: "El cartel gastado de la calle San Vicente. Llegaste pasadas las doce a la cafetería de siempre con la débil esperanza de encontrar a Clara. Una única idea te ocupaba mientras dabas cuenta de tu café: cómo salir de allí sin ser visto si ella aparecía de la mano de su pareja".
Como me sugirió Raúl, los quince primeros capítulos recorrerían con ciertas prisas algunos recuerdos de infancia. Conformarían la parte del libro menos alejada de la realidad, una maraña de fragmentos que se habría de parecer a la incertidumbre de las memorias. Desde el capítulo XVI al XXX procuraría abarcar los años que Miguel pasó fuera de casa: un ejercicio complicado de pseudo ficción que apenas me he atrevido a esbozar: el comienzo de la relación con Clara, sin caer en lo sentimental ni en el erotismo barato; algunos amigos a quienes yo he podido conocer después de la última recaída de Miguel; dos o tres malos trabajos; un viaje a Berlín cuya única prueba es una postal anodina que Susana conserva con orgullo maternal porque sólo estaba dirigida a ella. En todo caso, no sé muy bien qué hacer con los capítulos siguientes: he pensado dejarlos en blanco, he pensado escribirlos y arrancar después las páginas una a una. Alguien me ha sugerido que escriba algo así como el diario en primera persona de una enfermedad.

Sin saber cómo podría dibujar la ciudad en que Miguel se movería, el lunes amaneció lluvioso. Saqué el plano que encontré olvidado en un tranvía y dibujé con cuidado el recorrido de Carlos desde su salida de la cafetería. San Vicente, calle de Jofrens, plaza Redonda, calle de los Derechos, plaza del doctor Collado. En la plaza del doctor Collado, una chica de poco más de veinticinco años lo ve llegar desde su privilegiada situación en una terraza; procura aparentar que no se ha dado cuenta de su llegada, paga apresuradamente, y le sigue por los escalones de la Lonja, la plaza del Mercado, la calle Bolsería y la plaza del Tossal hasta la calle Alta. Ella se detiene para encender un cigarrillo y mirar con falsa curiosidad a través del ventanal de un café vacío, tardo en reaccionar, la adelanto y quedo atrapado entre los dos. Una puerta se cierra ya tras él cuando acierto a girarme. Ella espera unos minutos (¿según lo acordado?) y desaparece por la misma puerta.
Parecía suficiente para suponer que la relación con Clara había terminado. Sólo me costaba imaginar quién se escondía de quién, pero no evité recordar que Susana y yo habíamos pasado los últimos seis meses haciendo exactamente lo mismo. Ella procuraba salir de casa antes de que yo dejara de fingir que dormía, y yo nunca llegaba hasta después de las doce. No había más que algún incómodo encontronazo en mitad del pasillo. No había terceras personas y bien pensado tampoco había mentiras entre dos personas que apenas se deseaban las buenas noches. Nuestra última conversación se remontaba al día en que alguno de nosotros (quiero pensar que no fui yo) decidió que Miguel debía dejar la casa: una conversación a la que yo puse el punto final con otras dos palabras: lo siento. Pude pensar si tales palabras resultaban ridículas, acertadas, cobardes, ya que Carlos no volvió a aparecer en las dos horas que pasé mirando el portal, y ella no simuló buscar a nadie en el café en que los esperaba. Entonces creí que era mejor así, pero cuando terminé de dibujar el mapa volví a la misma plaza, al mismo café, con la esperanza de volver a encontrarme con ellos.
Una especie de somnolencia nerviosa me distrae de mis ocupaciones. El viernes por la mañana: un café con leche, una misma canción una y otra vez, los papeles de Enrique y una sensación de familiaridad. Releo algunas cosas sin importancia y doy con una frase arrancada del comienzo del Bartleby de Melville: "Soy un hombre de cierta edad".