lunes, 19 de abril de 2010

ALCALÁ DE HENARES


Siempre que intentaba localizar a Raúl con la simplicidad de una llamada y con dos o tres preguntas directas, el maestro de la fugacidad decidía inventar alguna excusa, planear un viaje de última hora o facilitarme una dirección falsa, o una cita a la que no pensaba acudir. Como últimamente no tengo demasiadas ganas de que jueguen conmigo, decidí partir hacia Alcalá el sábado por la mañana, sin previo aviso y con dos horas de retraso según mis planes. Llegué demasiado tarde, como no podía ser de otra manera, volví a tener los problemas para aparcar de un mediodía lluvioso, y encontré cerradas las librerías en que pensaba comprar las lecturas del fin de semana. En realidad, la decepción fue doble: durante el viaje había recordado la última vez que estuve en Alcalá con Raúl, el día en que me descubrió la librería Cervantes de la calle Ramón y Cajal, un pequeño rincón con el encanto del desorden, y pasamos un par de horas delante de dos cafés hablando de libros e inventando casualidades, uno de aquellos encuentros que no eran otra cosa que largos monólogos durante los que yo me limitaba a actuar como un espectador más dócil que privilegiado. En aquella ocasión, Raúl, entre una maraña de referencias que suelo olvidar en pocas horas, me habló de un libro de Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight, o me habló de que no sé quién había sido quien le había hablado... Llegaría a Alcalá antes de las doce, no tendría problemas de aparcamiento, tomaría dos cafés en el Hemisferio mientras hojeaba unos cuantos pliegos de la carpeta de Enrique Ruiz que habría decidido incluir en mi equipaje. No leería, fingiría hacerlo pasando las páginas cada tres minutos y escucharía alguna conversación ajena. Pagaría con el dinero justo, como Raúl siempre e inexplicablemente hacía. Entraría en la librería Cervantes después de echar un vistazo a las novedades de Diógenes, simularía estar decidiéndome por un libro cualquiera mirando con detenimiento las contraportadas. Encontraría un solo ejemplar del libro de Nabokov con una nota en su interior. Bajo los soportales de la calle Mayor, extraería ceremoniosamente la nota: la dirección de Raúl, o una cita en un café y un "diviértete"... El retraso me había ahorrado la desilusión por la ausencia del mensaje privado y la estupidez de volver a colocar en casa un ejemplar de un libro que todavía no me he animado a leer. Esperar que Marta saliera del trabajo parecía mi mejor opción: sólo debía soportar que me recomendara una vez más que sea más realista.

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